La infancia está llena de misterios que a menudo desafían toda lógica y explicación. Recuerdo vívidamente aquellos días cuando tenía apenas siete años y solía dormir la siesta en mi habitación, de 3 a 5 de la tarde. Sin embargo, lo que experimenté en esas tranquilas tardes todavía me estremece hasta el día de hoy. En más de una ocasión, despertaba de mi letargo y me encontraba con un perturbador sonido proveniente del interior de mi armario. Un siniestro silbido se filtraba desde las oscuras profundidades del mueble, seguido de inquietantes rasguños que resonaban en el silencio de la habitación. En mi inocencia infantil, traté de encontrar una explicación lógica para estos fenómenos, pero ninguna parecía encajar. En aquel entonces, solo compartía mi hogar con mi fiel compañera, una perra de tamaño considerable que habitaba en el patio. La idea de que ella pudiera ser la responsable de tales sonidos escalofriantes se desvanecía rápidamente ante la realidad. No había nadie más en la ca...