Muchas charlas -mate de por medio- le llevó a don Enrique convencer a su esposa Aida de abandonar la tranquilidad de Hernandarias para radicarse en Paraná.
Ya nada los ataba al lugar, Cristina su única hija y la razón de sus vidas se trasladaba a la capital provincial a estudiar, así que pensó que lo mejor era trasladar la familia y seguir unidos como siempre.
Enrique no dudó cuando el agente inmobiliario le ofreció la antigua casa de calle San Martin “al principio”, a una cuadra de donde la calle principal se convierte en un pedazo del Parque Urquiza. Allí estarían no solo cerca del pedazo de naturaleza que ofrece la gran ciudad, sino también cerca del río, lo que sería sentirse casi como en su Hernandarias natal.
La casa, enclavada en un amplio terreno de 10x50, aunque antigua denotaba un excelente cuidado y detalles de buen gusto en su construcción, así como en las enormes puertas de hierro trabajado que llevaban a imaginar su magnificencia a principios del siglo pasado. Lo único que no concordaba con la arquitectura era esa pequeña habitación y el precario baño instalado en el fondo, más allá del arbolado patio.
Así fue como don Enrique y doña Aida se afincaron en Paraná y decidieron que la casa sería de allí en más no solo su domicilio, sino también el de su hija, por lo que decidieron construir una planta superior y aprovechar la modesta construcción del fondo para hacer un quincho independiente de la casa, con su propio baño, a fin de recibir a los muchos y buenos amigos que iban haciendo y también a los que llegaban de Hernandarias.
Y los problemas comenzaron cuando los albañiles empezaron a trabajar en el futuro quincho: Uno de ellos fue “atacado” por varios ladrillos que inexplicablemente volaron hacia él, lastimándolo seriamente en la cabeza. Comenzaron a escucharse ruidos como si alguien golpeara las paredes , pero lo más asombroso fue una extraña pintura (así la describe el dueño de casa) que cubrió el piso, el inodoro y la pileta del baño, acompañada de un olor nauseabundo.
Ante los hechos el matrimonio decide suspender por un tiempo la construcción del quincho y darle prioridad a la casa, por lo que durante los próximos cuatro meses nada sucedió.
Fue luego de terminar las refacciones en el hogar y volver a dedicarse a la construcción del fondo del terreno que recomenzaron los hechos inexplicables, pero esta vez con más fuerza. A los acostumbrados golpes, fétido olor y objetos que se movían, se agregó ahora un claro grito que provenía del lugar, un grito gutural que espantaba a la familia y que incluso escuchaban los vecinos. Y fue uno de estos vecinos quien orientó a don Enrique en la solución del problema.
Un antiguo vecino del barrio recordaba que durante su niñez vivía allí una encumbrada familia paranaense, constituida por el matrimonio y una hija, por lo menos eran las personas que el vecindario conocía. Pero había un miembro más, un muchacho disminuido mentalmente que la familia ocultaba.
Para personas de la alta sociedad de un pueblo grande como era Paraná en el 1900, tener un deficiente mental en la familia era un estigma difícil de sobrellevar, por lo que decidieron ocultarlo, tenerlo aislado en una pequeña pieza en el fondo y allí vivió el pobre su infancia y adolescencia hasta aproximadamente los 15 o 16 años en que murió.
El vecino tiene vagos recuerdos infantiles, pero sus padres le contaban como éste muchacho (que ni el nombre se le conocía), gritaba y pateaba las paredes en la soledad de su vida y recordaban también como al momento de su muerte fue sacado de la casa en un camión y llevado al cementerio sin ser velado, ya que su padre, usando sus influencias, decidió que fuera inhumado directamente en tierra y sin ninguna placa que denunciara su identidad.
Don Enrique, un profundo católico, luego de acercar un sacerdote a su casa y llevarlo al lugar, decidió dejar la pequeña pieza y el baño tal como estaban cuando él llegó.
Hoy su casa llega hasta un tapial hecho más allá de los árboles del jardín y detrás de este muro, se encuentra la precaria construcción, propiedad del espíritu de un pobre infeliz que no conoció nada más que eso y que lo defendió, aún después de muerto.-
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