Había una vez una mujer cruel que nunca aceptó a su hijo. El niño creció en un ambiente de absoluta miseria y desolación. Nunca tuvo ropa adecuada; solo vestía un taparrabos o unos calzoncillos. Su alimentación dependía de las sobras de comida, y si no había nada, se quedaba sin comer.
Desde muy pequeño, su madre lo encerró en una habitación horrenda. El cuarto estaba lleno de basura, sin cama, y el niño se veía obligado a dormir en el frío suelo. Su única protección contra el frío eran unos viejos periódicos. Tenía el cabello castaño y su cuerpo estaba esquelético debido a la desnutrición extrema.
El día que cumplió 18 años, su cuerpo finalmente sucumbió a las terribles condiciones en las que vivía. Fue encontrado muerto, en una posición que recordaba a Jesús en la cruz, con las costillas sobresaliendo de su piel por la extrema delgadez. Ese día no había recibido ni comida ni agua; el poco líquido que solía recibir era a menudo orina de gato.
¿Por qué su madre le hacía esto? Nadie lo sabía. Lo único evidente era su odio profundo hacia él. Nadie en el vecindario sabía de la existencia del niño hasta que el hedor del cadáver empezó a emanar de la habitación, llenando la calle con un olor insoportable. La policía fue alertada y, al entrar a la fuerza en la casa, descubrieron la horripilante escena.
El cuerpo del muchacho, en su trágica pose, parecía una macabra representación de Cristo. Las noticias se llenaron de imágenes y relatos del horror que había sufrido. La habitación estaba rodeada de excrementos, musgo y paredes húmedas y mohosas.
El padre del niño había muerto misteriosamente años antes, y su hermana, una psicóloga de profesión, no era más que una cómplice de la madre. Ambas mujeres quedaron libres después del juicio. La madre, en una grotesca ironía, se volvió hipócritamente religiosa tras la muerte de su hijo, a pesar de no haber mostrado nunca antes ninguna inclinación espiritual.
Esta historia de crueldad y abandono sigue siendo una advertencia sombría de la maldad que puede ocultarse detrás de las puertas cerradas, y del sufrimiento que puede pasar desapercibido hasta que ya es demasiado tarde.
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