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La nueva vecina:

Lila era una chica sencilla, hermosa y con una sonrisa genuina. Todo cambió con la llegada de su nueva vecina, una mujer de unos cincuenta años que no paraba de hostigarla. Ponía música a todo volumen casi todos los lunes, justo cuando Lila tenía que levantarse a las siete de la mañana para ir a la escuela. La situación se volvió insostenible cuando tuvo que cerrar el patio, ya que la vecina arrojaba basura y excremento en su piscina, obligándola a limpiar constantemente.

La vida de Lila se tornó aún más oscura tras la muerte de su familia, dejándola sola. La vecina se burlaba cruelmente de su desgracia, y Lila se veía obligada a contener las lágrimas, forzándose a ser fuerte. Cuando caminaba por la calle, la vecina soltaba a sus perros para que la persiguieran. En la escuela, nadie le dirigía la palabra; los chicos la ignoraban y las chicas la odiaban, todo debido a los rumores malintencionados que su vecina había esparcido. Había incluso difundido el falso rumor de que Lila estaba embarazada, cuando en realidad solo era su hermanita quien caminaba con ella.

Los insultos eran constantes: "Puta, cornuda, hija de puta, zorra, estúpida, cornuda de mierda, ja, ja." La misma mujer maltrataba a sus propios hijos discapacitados, y la policía nunca hacía nada al respecto. Lila había terminado detenida en más de una ocasión por culpa de las mentiras de su vecina.

Una noche, cuando las calles estaban desiertas, Lila decidió que ya no podía soportar más. Se puso unos guantes, tomó un cuchillo de cocina y se vistió de negro. Entró en la casa de su vecina aprovechando que ambas viviendas estaban adosadas. Subió al techo y se deslizó hacia adentro, moviéndose con cautela. Los perros no estaban, ya que la hija "normal" de la vecina se los había llevado, harta de que su madre no los alimentara y los maltratara con agua hirviendo.

Lila recorrió la casa hasta llegar a una habitación de la que emanaban ronquidos. Entró y vio a la vecina durmiendo profundamente. Se acercó con el cuchillo en mano, preparada para acabar con su tormento de una vez por todas. Sin embargo, en el último momento, no pudo hacerlo. Salió del cuarto, volvió a trepar por el techo y regresó a su casa. Se quitó el traje negro y guardó el cuchillo en su lugar. Respiraba agitada y se miró en el espejo, pensando en cómo habría sido si realmente la hubiera matado. Sabía que la policía la buscaría, pero peor aún, su conciencia no la dejaría en paz.

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